H. Adam Ackley recuerda los días de la década de 1980, cuando se enfrentó a dos asesinos invisibles: el profundo armario que existía para los hombres gays transexuales y la epidemia de un nuevo virus, intratable.
Gran artículo de “The Advocate” en favor de los hombres gay trans!
¿Las noticias gay están dejando de considerar el género y el sexo de las personas trans como menos verdadero que el de las personas que no lo son, es decir que son cis, de manera que por fin reconocen a los hombres gay trans como los hombres que son y a aquellos que así lo deseen cono parte de su comunidad, sin más?
Nos lo preguntamos porque hasta muy poco lo que había abundado en estos últimos 40 años eran noticias e información donde al tiempo que se trataba a las mujeres trans como si “en realidad” fueran hombres gay que llevaban las cosas al extremo, se invisibilizaba y marginaba a los hombres trans o genderqueer que eran en efecto, gays, como si “en realidad” fueran mujeres hetero, amigas de los gay que querían llevar las cosas sl extremo.
Así que buenas noticias para la comunidad LGB trans, otra forma de ver lo LGBT!
A continuación la traducción que hicimos en Akntiendz Chik de las muchas historias de hombres gay trans que no son contadas, en este caso la de H. Adam Ackley.
“Recordando la crisis del SIDA como un Hombre Gay Trans Gay encerrado en un doble armario.’
La primera vez que le pregunté a mis padres si podía ver a un terapeuta debido a mi depresión y mi ansiedad social, yo tenía 8 años de edad. Era 1974, y el terapeuta rápidamente desestimó mi deseo de ser un hombre cuando creciera tratándolo como si fuera una confusión infantil. Nunca hablamos más del asunto, y mis padres pronto dejaron de enviarme a terapia.
Esos días eran antes, mucho antes de que saliera la más reciente edición del “Manual de Diagnóstico de Desórdenes Mentales 5” de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría lanzado en mayo de 2013. En aquel entonces, la mayoría de los profesionales estadounidenses tendían a diagnosticar y tratar a las personas transgénero como si fuéramos enfermas mentales; como si nuestra identidad trans fuera algo que teníamos que superar a través de un mejor desempeño del rol de género que nos fue asignado al nacer.
Mis padres compartían los valores comunes de los años 1970 de la liberación sexual, la igualdad de género, el pacifismo, y la libertad religiosa. “Libres para ser tú y libres para ser yo” era su filosofía con la que me criaron y, aparte de una lucha preescolar con las personas que me cuidanan acerca de mi entrenamiento para usar la bacinica (yo seguía insistiendo en orinar de pie creyendo de todo corazón que yo era un chico) No sabía mucho sobre el género o de lo importante que era para la gente fuera de nuestra familia hasta que empecé a asistir a las escuelas públicas y de vez en cuando a visitar la escuela dominical y la iglesia.
En la escuela secundaria, mis amigos más cercanos eran hombres homosexuales o bisexuales de mi edad; para a ellos, yo era una lesbiana masculina o butch, a pesar de que yo realmente me sentía atraída por los hombres. Eramos “chicos de club” que experimentábamos con la fluidez del género, escabulléndonos por discotecas gays, inhalando, y encontrando secciones de libros de temas de maricas [queer] en las librerías urbanas independientes. Incluso me atreverí a asistir al menos a una reunión de la Asociación de Padres, Familiares y Amigos de Lesbianas y Gays (PFLAG) durante mi último año
Mis amigos hombres gays normalmente me aceptaban como torta en mi género y mi sexualidad sin pedirme ninguna explicación -pero sólo hasta que el conflicto estallaba inevitablemente debido a mi incapacidad para desenvolverme como la lesbiana butch que percibían (o mas bien que preferían) en mí. Lo mismo sucedía una y otra vez: cada vez que trataba de salir con una mujer bisexual o una lesbiana, no importaba cuan genderqueer fuera la persona, no importaba lo buena que nuestra amistad fuera en otras áreas, llegado el momento, cuando me veía obligado a responderle de forma romántica o sexual, sentía que era algo que yo rechazaba físicamente.
Llegué a ser un depresivo suicida, un chico de 16 años de edad confundido sexualmente, que con frecuencia se lastimaba físicamente y se travestía y pasaba temporalmente como hombre para sentir algún alivio. Escondía mi masculinidad de todos los que me conocía, incluso de mis amigos más cercanos adolescentes gays. Y cuando por fin encontré una clínica gratuita para obtener asesoramiento, mi nuevo terapeuta atribuyó mi confusión de género únicamente al estrés post-traumático producto del abuso sexual, lo mismo que me diría cualquier otro terapeuta en los años que vinieron.
Continué a través de un ciclo de negar todos mis sentimientos sexuales y románticos, tratando de vivir como asexual dentro de la comunidad de maricas, pero con el tiempo terminaba románticamente enamorado o me sentía eróticamente atraído por un hombre una vez más (casi siempre otro hombre gay encerrado en el armario.)
Para el momento en terminaba la escuela secundaria, había perdido a todos menos a uno de mis amigos gays el cual fue etiquetado por sus antiguos amigos como un “falso marica” (“fag hag”) que ya no era bienvenido a ser parte de la comunidad de maricas.
De repente, yo ya era un adulto, y fue entonces que las consecuencias de mi inconformidad de género realmente empezaron. Los psiquiatras me declararon enfermo mental.
Aunque mi género (hombre) y mi orientación sexual (gay) eran claros para mí desde mis primeros recuerdos -y mucho antes de que fuera víctima de abuso sexual- no hubo un terapeuta durante en las siguientes tres décadas que me ayudara a tratar con mi incapacidad para identificarme con la feminización de mi cuerpo. En su lugar, me dieron altas dosis orales de dos hormonas femeninas. Se me dijo de parte de profesionales psiquiátricos, guías espirituales y mentores que mi confusión de género podría corregirse con terapia cognitiva, estudio espiritual, y teoría feminista.
Yo obedientemente cumplí con todo lo que me prescribían para “curarme”, desde la feminización con hormonas hasta los medicamentos psiquiátricos – incluso drogas anti-demencia y los fármacos antipsicóticos. Y empecé dedicarme a la práctica y al estudio espiritual y hasta el punto de que con el tiempo me convertí en un ministro ordenado y obtuve un doctorado en teología, con especialidad en estudios de la mujer en la religión.
Luché contra quien yo era verdaderamente con todas las herramientas que pusieron a mi disposición. Me esforcé denodadamente por tratar de ser una mujer heterosexual durante 39 años, hasta que las normas de atención para las personas como yo, finalmente, cambiaron en 2013, cuando yo tenía 47 años. Ya no me diagnosticaron más como si tuviera una “enfermedad mental”.
Tomó casi medio siglo de vida antes de que yo finalmente fuera reconocido por primera vez por un terapeuta, y luego por un psiquiatra, como un hombre gay transexual bastante cuerdo.
Hoy vivo como mi auténtico yo. Y como el 1 de diciembre, Día Mundial del SIDA 2014, se aproxima, me remito a uno de los acontecimientos fundamentales en la vida de los hombres gay de mi edad: la crisis de la erupción del SIDA a principios de la década de 1980. Mi experiencia fue la misma que muchos otros hombres, sin embargo, debido a mi historia única, la viví de modo muy diferente.
La crisis comenzó alrededor de la época cuando me gradué de la escuela secundaria, y yo estaba todavía en gran parte al abrigo de mi pequeña ciudad natal del medio oeste. Me mudé a Greenwich Village en Nueva York, donde una vez había soñado que iba a llegar a trabajar como escritor y vivir como un hombre gay entre los otros hombres gay. Pero a esas alturas yo estaba tratando de suprimir estos anhelos.
Inevitablemente, sin embargo, una vez más me volvía a enamorar de un hombre. Esta vez fue mi jefe, que era mucho mayor que yo, y de quien más tarde me enteré que estaba casado. Así que terminé fallando no sólo en lo moral -un adúltero a pesar de mi cristianismo-, sino también en mis estudios, en la salud y las finanzas. Para ser una buena chica cristiana, decidí que tenía que volver a casa y transferirme a una pequeña universidad local cerca de mis abuelos.
Si no podía resistirme a hacer el amor con un hombre de vez en cuando, entonces decidí que como cristiano que era tenía que esforzarme por asumir el papel de una esposa cristiana. Mientras tanto, terminé mi educación a finales de 1980 y principios de 1990 -viajando, orando, adorando, sirviendo en organizaciones comunitarias. Me fui haciendo más consciente de la cuota de vidas que la crisis del VIH y el SIDA estaba tomando a los hombres gay y bisexuales, y a las personas que los amaban.
Y todo lo que podía hacer era quedarme allí y ver cómo tantos hombres gay comenzaban a desvanecerse, vivían con valentía, y morían, no podía hacer mucho, como casi todos durante ese tiempo en que no habían tratamientos conocidos para el virus.
Todavía me asaltan sentimientos de vergüenza por estar allí parado impotente y silencioso mientras los recuerdo: hombres flacos cubriéndose los moretones púrpura y las manchas de sarcoma de Kaposi en el metro de Nueva York y en los patios al aire libre de los museos de París. Mi compañero de baile en pareja en el seminario, Tim, como yo, estaba estudiando para convertirse en pastor cristiano, pero a diferencia de mí, él fue lo suficientemente valiente como para salir del armario. Siendo él un estudiante universitario sin hogar y sin seguro – era el director del refugio para desamparados el que trabajábamos- se retiró por miedo a que el virus pudiera extenderse a otros residentes, a pesar de que todas las otras opciones de vivienda que buscamos para él también se negaron a recibirlo.
Todavía me asalta el dolor de escuchar a una pareja gay que se sentada en el mismo hospital en el que el padre biológico de mi hijo mayor estaba en tratamiento por un linfoma, que lanzaban sollozos durante horas, cada día, día tras día, durante semanas, aterrados, solos, teniéndose únicamente el uno al otro, desesperados e impotentes, hasta que uno de ellos murió por complicaciones de SIDA que en ese entonces eran intratables.
Esos hombres eran mis hermanos. Me avergonzaba entonces, y me da vergüenza ahora, que yo me en ontraba tan sumido en mi propio miedo egoísta y mi vergüenza que me escondí de ellos en vez de ayudarlos. Me escondí de ellos porque me estaba escondiendo de mí mismo e incluso de mi Dios – disfrazándome, fingiendo ser una mujer hetero.
Yo los vi. Los escuché. Lloré con ellos. Pero no hice nada; estaba paralizado. Dios me perdone.
H. Adam Ackley, de 47 años, es un hombre trans* gay y un padre soltero que vive en Los Angeles, California , pero se crió en Ohio. Ackley es un escritor, orador, profesor universitario, ministro ordenado en la tradición histórica de la paz cristiana, y terapeuta centrado en las intersecciones de la fe, la espiritualidad, la salud mental, y los temas LGBT.
Traducido por Akntiendz Chik del artículo de “The Advocate.”